Música sugerida: "You make my dreams come true" de Hall and Oates.
Con el solsticio de verano, comienza una fase particular del año. La ciudad lo recibe de manera singular, reaparecen escenarios que estuvieron en preparación para el festival de tres meses que se apodera de la atmósfera. Aparecen con renovado protagonismo las casas de Funes, con piletas y sol en sinfonía, los bares de la Florida de cara al río, y los mates vespertinos en el parque reemplazados por tererés o gaseosas frías.
Cada espacio se convierte en lugar de potencial recreación, Rosario parece desnudarse para que sus habitantes la exploren con hedonismo indisimulado. De alguna manera, lo mismo pasa con sus habitantes. La sugerencia se hace presente, a través de los asomos de pieles bronceadas y formas sutilmente definidas que aparecen dibujadas por las telas livianas de estación.
Con tal escenario dispuesto, la sensualidad se convierte en la obra a representar, y todos nosotros sus actores en versión libre. Algunas son comedias, otras dramas, otras, historias de amor, de locura, de muerte (llega a haber de esas también). Sea como sea, todos representamos nuestros papeles con gallardía y honor. A tal punto, que dejamos que con la temperatura, hierva nuestra sangre, y la pasión vence a la razón, aunque los resultados no son siempre los esperables. Éstas situaciones, son las que damos en denominar “The Harakiri situations”…
Ty estaba saliendo con un chico que le gustaba hace años. Si bien la situación no se definía como noviazgo, compartían salidas, cenas y películas. Pero el muchacho en cuestión no dejaba de lado su individualismo acérrimo, y tenía la costumbre de desaparecer sin noticias. Dejando a Ty colgado de su asombro y de sus dudas. Una noche de fin de semana, coincidente con una de las desapariciones del chico que había anunciado se quedarpia en su casa descansando, habíamos celebrado un cónclave en nuestra heladería de calle Pellegrini.
Entrada la noche, Ty emprendió el regreso en su auto, llevando a Ario como copiloto. Quiso el destino que lo cruzaran caminando por una de las calles del centro.
- ¡Ahí va caminando! ¿Qué hago? – preguntó Ty con ansiedad indisimulada.
- No sé…
- Yo lo sigo… ya fue.
Así comenzó una persecución de película, de baja velocidad y luces apagadas. Lo siguieron a paso de hombre, especulando en cada cuadra y en cada parada, acerca de las intenciones y destino del chico. Ty imaginaba las formas en las que iba a reprocharle su engaño, su supuesto cansancio, y ensayaba las frases murmuradas con las que habría de castigar su engaño.
Finalmente, se paró en la puerta de un edificio de la calle Paraguay, que desterrando toda elucubración, resultó ser ¡la puerta de su edificio! Pero no sería una situación de ridículo, si no fuese que al entrar, el chico, miró hacia la calle, y vio un auto en marcha, a un par de metros de su entrada.
- ¿Qué hago?
- ¡Arrancá! – contestó Ario, entre asombrado y divertido.
Sin demora, Ty pisó el acelerador, y el motor rugió haciéndose eco del grito contenido de su piloto. La cara de asombro del muchacho fue lo último que pudieron observar esa noche, antes de emprender una fuga precipitada… ¡marcha atrás! Manejaron así casi dos cuadras, dándose a la fuga de su cacería infructuosa.
El harakiri es el suicidio ritual que realizaban los samurais como alternativa a la deshonra. Llevaban una daga corta al cinto, y frente a la posibilidad de caer en vergüenza, tomaban la hoja y… ¡zas! Fuera entrañas y dignidad intacta. Sin dudas, muchas veces hemos estado en situaciones en las cuales esgrimimos dagas similares, en forma de frases, del tipo “tierra tragame”. Es que cuando domina la pasión, la razón solo puede observar, y como en una apuesta de todo por el todo, nos arrojamos sin preocuparnos de que quizás el resultado sea el ridículo. Pero, ¿nos importa realmente?
Uma seguía saliendo con su hombre, y si bien la relación no distaba mucho de un idilio de novela, tanta perfección literaria le resultaba incómodamente sospechosa. El cumpleaños del hombre cayó en una tarde de viernes. Uma había imaginado un día de compartir momentos de intimidad y tierno arrebujamiento, acorde a lo vivido hasta entonces. Sin embargo, el hombre se mostraba despreocupado, quizás porque no le gustara cumplir años, quizás porque pensaba en una clase de festejo que no la incluyera (esa era la pasión de Uma en forma de celos).
Intentó concertar un encuentro durante todo el día, pero él le seguía dando excusas. Sólo se mantenía firme en encontrarse a las nueve para cenar, que se presentara de punta en blanco. Ella sugirió ir antes, él le dijo rotundamente que no, que tenía pensado salir a… ¿correr? Uma imaginó en ese momento, todas las escenas del Decamerón, solo que no la incluían en las dionisíacas situaciones. Fue así, que tomando al toro por las astas, a las ocho y media se presentó en la puerta de su casa, con ropa sport, y el cabello recogido a las apuradas.
El hombre abrió la puerta atónito, y la sonrisa fue reemplazada por un rictus de sorpresa indisimulada. Uma se apresuró a entrar en la casa, y justo cuando estaba por disparar su diatriba belicosa, observó cómo el lugar estaba iluminado con infinidad de velas y detalles de agasajo romántico. Se giró y prestó atención al hombre, que se erguía vestido con la sobria elegancia que solo presta la ropa negra. El discurso preparado de reproches y sospechas se le atoró en la garganta, y sintió deseos de volver el tiempo atrás, sin embargo, el orgullo pudo más y solo articuló: “Voy a ducharme”.
A la salida de su baño, vestida nuevamente con ropa deportiva, se sentó a la mesa preparada para la ocasión en la terraza. Cuando las disculpas comenzaban a salir de su boca, el hombre minimizó la situación con un gesto, y le pidió que bajara a poner la música. Uma se sintió enfadada y simplemente le dijo: “¿Por qué no bajás vos? “
Sin ofrecer otra palabra, el hombre bajó la escalera, y la música cesó. Segundos después, a las nueve de la noche en punto, volvió a aparecer en la terraza, seguido de dos violinistas vestidos de traje, que empezaron a tocar música de Bach.
Uma percibió que la situación era perfecta, salida de una comedia romántica. Todos los detalles configuraban una situación soñada, todos menos ella. En ese momento, hubiese deseado agarrar su cartera sin mediar palabra, acomodarse su peinado y retirarse a su casa a encerrarse en su placard.
A veces, hemos vivido sueños pesadillezcos en los que sentimos que nos observan por estar desnudos. Y la angustia nos acompaña incluso en la vigilia. No obstante al recordarlos concientemente, pensamos, “es ridículo temer a ese ridículo”. Lo mismo nos pasa con los momentos incómodos. A la postre serán excelentes anécdotas, sin embargo en el momento, nos embarga la emoción simple y llana de “me quiero matar”.
Una noche de viernes calurosa, de vuelta en nuestra heladería de Pellegrini, observamos que había un heladero nuevo. De hombros masculinos, ojos clarísimos y amplia y blanca sonrisa. Muy atractivo. Captó mi atención de inmediato y lo observé al atenderme y cada vez que salió a ordenar y limpiar mesas. Quiso el destino que se comunicara conmigo, porque varios meses atrás, nos cruzáramos en msn, reconoció mi foto y decidió hablarme. Resultó que se había sentido impactado positivamente por mi presencia, me contó que salió varias veces esa noche de viernes a limpiar las mesas, aún cuando no era su trabajo, con la intención de darme un papel con su teléfono, pero que no se había animado. Concertamos una cita para un domingo a la noche, en la que me invitó a tomar cerveza (aclaración: no me gusta la cerveza para nada y tengo gran facilidad para embriagarme por falta de cultura alcohólica). No obstante accedí sin dilaciones.
Llegó la noche prevista, yo había salido la noche anterior con mis amigos, así que estaba sin dormir. Me duché y salí al encuentro… y comenzaron los contratiempos. Primero, anoté mal la dirección y me desvié cinco cuadras de su casa. Le dije: ”Estoy abajo, en la puerta de tu edificio”. Obviamente al salir, no me encontró. Solucionada la aclaración, fui a la dirección correcta. Quizás por los nervios del encuentro con un tipo muy lindo, quizás por el infernal calor que hacía, tomé uno, dos, cinco, seis vasos de cerveza. El segundo contratiempo fue consecuencia de la cerveza… no podía seguir la conversación con coherencia e hice preguntas inadecuadas, por obvias o por incómodas. Por ejemplo, habló apasionadamente de la odontología y yo pregunté ¿cómo alguien puede sentir pasión por los dientes? U otras del tipo, ¿de verdad te gusta ESA música?, etc.
El pibe alternaba sus caras de estupor frente a mis preguntas y mis erráticas acotaciones, con sonrisas cálidas. Pasó el trance, y horas entradas en la madrugada, se animó a besarme. Entre el calor, el alcohol y el alivio de poder callarme, me dejé llevar por la pasión y en una maniobra mal medida, me golpéo la nariz, y ahí, tercer momento, comenzó a sangrar profusamente. Yo no me había percatado inicialmente. Hasta que él me dijo… “tenés sangre en toda la cara…” En ese momento sentí la sensación cálida y ferrosa. Al instante percibí que su cara también tenía mi sangre, y no solo eso, la parte superior de su chomba blanca, ¡también tenían gotas rojas! El corazón comenzó a latirme más deprisa aún, y la temperatura pareció ascender unos veinte grados. Aunque el chico me dio unos pañuelos de papel que pararon la hemorragia, yo hubiese querido desangrarme hasta la inconciencia.
Una vez escuché la sentencia “del ridículo no se vuelve”, sin embargo yo creo que el ridículo es una condición ineludible del experimetar la vida. En contraposición, los orientales sotienen que el opuesto a la vergüenza no es el orgullo, sino la humildad. Y ésta es quizás la clave para salir a transitar estas situaciones. La frente alta, un block de notas abultado y un lápiz de buena punta para ir a recolectar las harakiri situations, que serán sin dudas, las anécdotas a compartir, y las pruebas irrefutables de que lo hemos vivido. Después de todo, ¿quién te quita lo bailado?
Eso te pasa por ir a tomar cerveza con cualquiera.
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