sábado, 19 de junio de 2010

La Gravedad del otoño...

Música sugerida: "Just say yes" de Snow Patrol


La somnolencia otoñal cubre la ciudad, y entre desperezos, los rosarinos caminamos las calles ocres y doradas. Hay un llamado primordial a recostarse, a yacer. A dejarse vencer por la gravedad húmeda, a veces gélida, que subyuga los cuerpos y los encorva en su tránsito impersonal por las aceras. Se siente el peso del mundo, o de los mundos. Cada quien cual Atlas, va cargando una esfera celeste, privada y compleja, que constituye su Universo privado. Humilde, cotidiano, pero irrepetible y vasto a la vez... No hay estampa más otoñal que la ribera en una tarde de domingo. El paseo de ladrillos, con isletas de cesped renuente a desaparecer, entra en contraste con el tono plomizo del río y la desnudez a medias de los árboles del parque. En ese escenario surrealista me di cita con una amiga,
Esperanza, para tomar mates y ver el desarrollo del espectáculo de la vida. Ahí, entre las infusiones telúricas, se colaron las reflexiones sobre el ayer, el hoy, y el mañana. Concatenados por la fuerza invisible de la Gravedad, que las vuelve un uno. Esperanza disparó la máxima "Ni ahí que creo en las casualidades, pero tampoco en las causalidades." La frase resonó con un eco constante y sólido. Miré la escena del parque con la mirada vaga y fuera de foco, del que mira para afuera, con los ojos hacia el alma. Y se hicieron visibles las órbitas que trazaban las personas, con sus historias, sus acercamientos y sus impulsos de repulsión. Atados por cuerdas intangibles en un baile que da forma a las vidas. Los que se miraban embelesados, los que estaban próximos en cuerpo, distanciados en espíritu, los que eran padres, los que eran hijos, amigos, amantes, amados. Un azar reglado que quizás nos presente a aquellos que serán parte de nuestro universo personal, como estrellas fulgurantes o apenas opacas lunas. En ese momento, se me reveló la gravedad de tal hecho.
Sin demora, me llegó la presencia de Nuñez. Entró a mi vida durante el cénit de un verano, y se diluyó en el trajín del mundo con la caída del follaje, a finales de un otoño. Vino sin que me lo proponga, estaba yo en un boliche de verano, en las costas de Argentina, y como impulsado por una fuerza invisible, nos cruzamos una, dos, tres veces, hasta que se acercó a hablarme y ahí, el vaivén del movimiento gravitarorio, encontró equilibrio desatando un sueño surrealista. Idas y vueltas entre Rosario y Capital. Ansias por llegar, angustias por volver. 
Todo aquel que se haya dedicado a vivir, tendrá un relato similar. Novelas parecidas, pero distintas, únicas e irrepetibles, tan viejas y conocidas  como la caída de las hojas. De esas que aún sin haberlas vivido, se intuyen.
Al principio, traté de oponerme a ese encuentro titánico. Apelé a todas las formas de intelectualización posibles, restando importancia al hecho de pensar cada día, cada minuto, en sentir su presencia. Sin embargo, me fue tan imposible, como a la Luna liberarse de su lugar natural.  Primero, me regalo un "te quiero", y me sentí más liviano que el aire, volando libre en un éter de plenitud. Pero, como a toda acción le supone una reacción de igual intensidad, me embargó el miedo de verme alejado del suelo conocido, sin el cobijo de la gravedad. Una noche, cuando ya sentí que mis fuerzas habían flaqueado frente al peso de la situación, desaté una retahíla de frases similares a navajas. Frases que Nuñez recibió en silencio, y respondió con un "...y yo te amo". No pude más que saber que estaba frente a un hecho de gravedad trascedental en mi vida. Porque el amor era mutuo...
Muchas veces, sentimos el impacto de la conciencia de estar escribiendo nuestra historia. Momentos de lucidez que nos ponen exultantes, donde florecemos y disfrutamos de los frutos dulces de lo que sin dudar, podemos llamar momentos de felicidad.
Pero la Tierra giró y los días pasaron, los vientos se volvieron más fríos, y el ímpetu que nos unía, se fue rindiendo al letargo de la ciudad, que se tejía un manto con los recuerdos estivales para sacudirse el otoño que la acunaba.
Y así, sin que el mundo se inmute, se terminó. Todo lo que sentía, la enormidad que había habitado en mi pecho, quedó sin asidero. Una a una, todas las ilusiones empezaron  a desprenderse como hojas muertas, cautivas del capricho de los movimientos de repulsión. Y  de pie, muerto en vida, como un árbol de cara al invierno,  viví en una especie de sopor, la sucesión de domingos a la tarde, frente al río. Sin grandes estridencias, el amor de mi vida se convirtió en un recuerdo de café de otoño.
Sin poder elegir del todo qué vivir, a quién conocer, a quiénes amar, podemos libremente desear, soñar y atrevernos. Siempre podremos optar por averiguar qué aprender, de quién y cuando. No obstante, es quizás la gravedad la que determine en ultima instancia, que las cosas caigan bajo su propio peso.

ovnirosarino